Maillard es mi pastor, todo se me ha de dorar

La Rebelión de Atlas, de Ayn Rand

—Abandone la empresa, Miss Taggart. No lo encontrará.

—¿Cómo se llama?

—No puedo revelarle nada acerca de él.

—¿Vive todavía?

—No puedo decírselo.

—Y usted, ¿cómo se llama?

—Hugh Akston.

En el transcurso de aquellos segundos en blanco, durante los cuales trató de recuperar la serenidad mental, Dagny no cesó de repetirse: «Estás histérica… no seas incorrecta… se trata sólo de una coincidencia de nombres». Pero de un modo cierto, aunque velado, presa de inexplicable terror, comprendió que aquél era el Hugh Akston de quien tanto había oído hablar.

—¿Hugh Akston? —tartamudeó—. ¿El filósofo? ¿El último abogado de la razón?

—En efecto —contestó él placenteramente—, o el primero de la vuelta a la misma.

No parecía sorprendido por el asombro de la joven; tan sólo lo consideraba innecesario.

Sus modales eran simples, casi amistosos, cual si no sintiera la necesidad de ocultar su identidad ni resentimiento alguno por haber sido descubierto.

—En la actualidad no creo que ningún joven reconozca mi nombre o le atribuya significado alguno —dijo.

—Pero… ¿qué hace usted aquí? —describió con el brazo un amplio círculo—. ¡No tiene sentido!

—¿Está segura?

—¿Qué es esto? ¿Una farsa? ¿Un experimento? ¿Una misión secreta? ¿Estudia algo con algún propósito especial?

—No, Miss Taggart; simplemente, me gano la vida.

Su voz y sus palabras poseían la auténtica simplicidad de un hecho cierto.

—Doctor Akston… es inconcebible; es… usted un filósofo… el mayor filósofo viviente… un hombre inmortal… ¿Por qué hace esto?

—Porque soy un filósofo, Miss Taggart.

Comprendió con absoluta certeza, aun cuando su capacidad para la misma e incluso para la comprensión hubiera desaparecido, que no conseguiría ayuda de él; que el formular preguntas era innecesario; que no le daría explicación alguna acerca del destino del inventor, ni del suyo.

—Desista de ello, Miss Taggart —dijo tranquilamente, como si demostrara que podía leer sus pensamientos como ella supuso que iba a suceder—. Se trata de una búsqueda inútil. Más inútil aún, porque no posee usted el menor atisbo de la imposible tarea que ese hombre ha emprendido. Quisiera ahorrarle el dolor de inventar un argumento, un pretexto o una súplica capaz de obligarme a facilitarle esa información. Puede estar segura de una cosa: de que se trata de algo imposible. Ha dicho que soy el final de su ruta. En efecto; pero está usted en un callejón sin salida, Miss Taggart. No intente gastar su dinero y sus esfuerzos en métodos más convencionales de investigación. No contrate detectives. No sabrá nada. Quizá opte por ignorar mi advertencia, pero es usted una mujer inteligente, capaz de darse cuenta de lo que le digo. Desista. El secreto que intenta penetrar comprende algo mucho mayor que el invento de un motor accionado por la electricidad atmosférica. Tan sólo puedo ofrecerle una sugerencia: según la esencia y la naturaleza de la vida, la contradicción no puede existir. Si cree usted inconcebible que ese invento sensacional pueda quedar abandonado entre unas ruinas, y que un filósofo prefiera trabajar como cocinero, compruebe sus premisas y notará que una de ellas es falsa.

Dagny se asombró al recordar que había oído en otra ocasión tales palabras, pronunciadas por Francisco. Luego le vino a la memoria que aquel hombre había sido uno de los maestros del joven.

—Como usted quiera, míster Akston —dijo—. No intentaré interrogarle acerca de ello, pero ¿me permite una pregunta acerca de un asunto totalmente distinto?

—Desde luego.

—El doctor Robert Stadler me dijo cierta vez que cuando enseñaba usted en la Universidad Patrick Henry tuvo tres estudiantes favoritos que también lo fueron de él; tres mentes privilegiadas de las que se esperaba un gran futuro. Uno de ellos fue Francisco d’Anconia.

—Sí. Y el otro, Ragnar Danneskjdld.

—A propósito, ¿quién fue el tercero?

—Su nombre no le sugeriría nada. No se ha hecho famoso.

—El doctor Stadler dijo que usted y él llegaron a rivalizar por culpa de aquellos tres estudiantes a los que consideraban como hijos.

—¿Rivalizar? Él los perdió.

—Dígame, ¿se siente orgulloso de los caminos adoptados por los tres jóvenes?

Miró hacia la distancia; al fuego moribundo del crepúsculo, sobre las rocas más lejanas. Su cara adoptó la expresión de la de un padre que ve cómo sus hijos se desangran en un campo de batalla.

—Más orgulloso de lo que nunca confié estar.

Era ya casi de noche. Él se volvió bruscamente, sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la chaqueta y extrajo uno. Luego se detuvo, recordando de improviso la presencia de Dagny y le tendió el paquete. Ella tomó un cigarrillo mientras el filósofo frotaba una cerilla que sacudió luego, apagándola. Sólo brillaban en la estancia dos minúsculos puntos luminosos, encerrados en la obscuridad de una caja de cristal y rodeados de millas y millas de montañas.

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